Liliana Colanzi

Rezo por vos

Liliana Colanzi

Rezo por vos

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Estaban borrachos cuando él se lo propuso. Ir a una parroquia de pueblo y pedirle a un cura que los casara ese mismo instante, luego volver al Guan Zhou y continuar bebiendo como si nada hubiera sucedido. A ella le pareció la idea más divertida del mundo.

Esperá, dijo, casi desmayada sobre su propio brazo. Primero me acabo esta cerveza.

Las moscas zumbaban alrededor de las botellas vacías apiladas en la mesa. Ese día faltaron a la universidad. Tampoco habían ido el día anterior. Estaban celebrando; él acababa de regresar de su gira de un mes en bus por todo el país acompañado por Uzi y Sergio, sus amigos de la infancia. Le contó lo que le había ocurrido: se le acabó el dinero justo al final del viaje y tuvo que vender sus pertenencias —una bolsa de dormir, una mochila, una navaja Victorinox— para pagarse el ticket de regreso. No le quedó más remedio que dormir en el pasillo del bus, tiritando de frío, sin ningún abrigo. Le había pedido permiso a una chola para taparse con los refajos de su pollera. La mujer lo rechazó, indignada.

Ella se reía muchísimo con sus historias. En la rocola sonaba «Rezo por vos»: colocaron suficientes monedas en la máquina como para asegurarse de que solo pasaran sus canciones favoritas toda la tarde. Él le puso la mano sobre la pierna, como al descuido. Ambos habían sido infieles y de algún modo lo sabían, pero en ese momento no importaba. Ya habría tiempo para corregir errores.

Se decidieron por la carretera a La Guardia después de echar una moneda al aire. Nunca antes habían tomado esa ruta por su cuenta. Se detuvieron a comprar más cervezas en el camino; él las pagó. Iban peleando por el control de la radio.

No me dejás conducir, protestó él. Nos vamos a chocar.

Vieron a un hombre parado al lado de la carretera y él se detuvo para recogerlo.

Estás loco, dijo ella, de mal humor.

Hoy por ti, mañana por mí. La ley de la carretera.

Boludo. No tengo ganas de jugar a la buena samaritana.

Él se inclinó para besarla. Al hacerlo, le pasó una mano por la cabeza y le jaló el cabello. Ella lo mordió.

¿Adónde van?, les preguntó el hombre del otro lado de la ventanilla. Su ropa estaba manchada de grasa, como si hubiera estado trabajando debajo de un automóvil.

A casarnos, dijo ella, bebiendo de su lata de cerveza.

El hombre se les quedó mirando.

Suba, ordenó él. Lo llevamos.

El hombre era taxista. Se le había arruinado el auto y les pidió que lo acercaran hasta una gasolinera. Le invitaron una lata, y él permaneció en silencio durante los siguientes veinte minutos. Antes de bajarse quiso pagarles, pero ellos no lo dejaron.

Rece por nosotros, gritó ella, agitando la mano por la ventanilla, mientras el hombre se convertía en un punto en la distancia.

Boluda, se rió él. Si no creés en Dios.

Y qué.

Dejaron atrás varios pueblitos. Cruces con coronas de plástico florecían a los costados de la carretera. La luz se fue haciendo anaranjada; era el final de la tarde. Ella le pasó otra cerveza. Nunca se habían quedado a dormir juntos luego de hacer el amor. Ella siempre recogía sus cosas de prisa y regresaba a casa de su madre con las primeras luces, manejando en zigzag y con el viento del amanecer en la cara, la música a todo volumen para no caer en la ensoñación del cansancio y la borrachera. No había querido acostumbrarse a despertar a su lado. Lo nuestro no es el futuro, pensaba.

Hijo de puta, gritó él de pronto, tratando de esquivar al perro que acababa de saltar en media carretera. Las llantas del viejo Ford Fiesta patinaron y la frente de ella rebotó contra el borde de la ventanilla. El automóvil quedó atravesado en la ruta, como un insecto abandonado bajo el sol. Ella se frotó la cabeza; más allá del sobresalto, no parecía nada grave. Él miró con disgusto la cerveza derramada en los asientos.

Le diste, dijo ella, llena de reproche.

No tengo idea, contestó él, mareado por la maniobra.

Yo lo escuché. Le diste. Lo mataste.

Un aullido apagado provino de la parte trasera del Ford Fiesta.

El perro, chilló ella, nerviosa.

No me pienso bajar a averiguar, dijo él, y retrocedió para sacar el vehículo de la vía equivocada. El auto dio un ligero tumbo al pasar por encima del animal.

Ohhh, gritó ella, y se cubrió los oídos con las manos.

Mejor para él. Se acabó su sufrimiento.

Qué horrible, dijo ella.

Él sacudió la cerveza de su ropa y subió el volumen de la radio. Ella permaneció inmóvil en su asiento, despeinada por el brusco movimiento.

Esa estuvo cerca, dijo él, y abrió otra lata de cerveza. Hay gente que se ha muerto en este tipo de accidentes.

Ella no respondió. Él solo se dio cuenta de que algo andaba mal cuando, algunos kilómetros más adelante, se volcó para hablarle y notó que ella lloraba.

Y ahora qué, dijo él, frenando en seco.

Esto no va a funcionar. Quiero bajarme.

Y yo qué he hecho.

Dejame en paz.

Él descendió del auto y se apoyó contra la puerta. Encendió un cigarrillo. No sabía dónde estaban. La carretera se extendía interminable. Se sintió exhausto y aburrido.

Bajate, dijo.

Ella se secó las lágrimas con el reverso de una mano.

¿Ya no vamos a casarnos?, preguntó.

Otro día, contestó él, conteniendo su irritación.

Analía bajó con un portazo y comenzó a caminar sobre el asfalto, en dirección a la puesta de sol. Diego dio marcha al motor y enfiló de vuelta a la ciudad. Le esperaba un largo camino. Ella giró y le arrojó la lata de cerveza. No acertó. Por suerte llevaba su discman en el bolsillo; esta vez no sabía cuánto tiempo le tomaría regresar a casa.

 

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