Me enteré de la obra de Giovanna Rivero gracias a la recomendación del novelista Edmundo Paz Soldán, quien me sugirió que leyera "Sangre dulce" –colección de cuentos de Rivero– como representante de Bolivia para mi proyecto "Un año leyendo el mundo", en cuyo marco he leído un libro de cada país a lo largo de un año. Una de las cosas que admiro de este relato es el hecho de que su fuerza emana, precisamente, de aquello que Rivero omite narrar. En vez de revelar la clave del sufrimiento de Marcelino de un golpe, Rivero convierte a su texto en un torbellino de detalles que giran y giran cada vez a mayor velocidad, como el agua que se filtra en espiral por la boca de una alcantarilla, hasta que finalmente la historia desparece en su inevitable desenlace que acontece justo después de la última línea. La prosa de Rivero es sobria y potente, y ninguna palabra está demás. Como los niños del relato, nosotros –los lectores– estamos condenados a observar impotentemente la tragedia a medida que ésta se desarrolla. Rivero no ha necesitado más que tres páginas para crear un mundo y destruirlo a pedazos.