El tío vidente

El tío vidente

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Era una de esas fiestas de casamiento condenadas al fracaso, demasiado llenas de tías abuelas viejas y sordas, amigos del padre del novio que habían asistido por compromiso y no veían la hora de retirarse y de niños que no hacían otra cosa más que pelearse entre ellos y llorar. El encargado del banquete, además, no estaba poniendo a disposición de los invitados todo el vino que habían acordado previamente y que el padre de la novia había pagado por adelantado. Márgara tuvo dos crisis seguidas, una detrás de la otra, la primera porque la comida se retrasó más de lo esperable y el pollo  llegó completamente frío a las mesas, la segunda porque durante el vals los dejaron a ella y a su flamante marido solos en el medio de la pista, girando hasta marearse, sin que nadie fuera a rescatarlos. Después se enteraron de que su papá, que era quien debía reemplazar al novio justo en mitad del vals, en ese momento se encontraba afuera, en el patio del club, discutiendo con el encargado de la bebida y contando una y otra vez las cajas de vino y de champan que los mozos comenzaban a descorchar. Durante la primer crisis, Márgara se encerró en el baño y Edith tuvo que acompañarla, la tomó de la mano y le dijo que se tranquilizara, que nadie se había dado cuenta del percance con el pollo, que el del vino era un detalle menor, que esa era su noche y tenía que disfrutar. Después, cuando Márgara ya se había calmado, Edith la ayudó a retocarse el maquillaje, volvió a acomodarle la diadema sobre el peinado y la acompañó de nuevo hasta la mesa central. Para la segunda crisis, en cambio, Edith ya estaba cansada y aburrida y también un poco triste, así que se mantuvo a distancia y dejó que fueran las primas de Márgara las que se ocuparan de ayudar. Se quedó en su silla, arrancando pétalos de las flores del centro de mesa que ella misma había armado y amasándolos entre sus dedos hasta volverlos bolitas negras y gomosas. Márgara la había obligado a sentarse en la mesa de sus compañeras del secundario, un montón de mujeres que Edith apenas si conocía de vista y que no hacían más que hablar de viejas anécdotas que a nadie le interesaban, mientras sus maridos discutían sin ganas sobre fútbol y automovilismo. Para cuando llegó el momento en que los novios salieron a cumplir con la ronda de fotografías, Edith ya había agotado todos los posibles temas de conversación con sus compañeras de mesa, así que abandonó su bombón suizo a la mitad, dejó los zapatos y la cartera al cuidado de la vecina que le había tocado en suerte y descalza y con una copa de vino en la mano, corrió escaleras arriba, al entrepiso que balconeaba alrededor del salón. Fobono había instalado sus equipos de audio y propalación justo detrás de uno de los aros de básquet, en medio del palco central, y desde allí cumplía sus funciones de disc jockey, columpiándose hacia atrás en la silla y tomando cerveza del pico de una botella.

¿Qué hacés, milady?, ¿aburrida ya?, la saludó en cuanto la vio llegar.

Harta, dijo Edith y se acodó en la baranda, a su lado. Desde allí podía ver toda la fiesta: la gente clavando sus cucharitas en el helado, los manteles cubiertos de manchas y migas, los chicos que jugaban en la pista de baile, Márgara y Víctor, puras sonrisas y saludos, peregrinando de mesa en mesa, y el fotógrafo que daba instrucciones, la señora que se corra un poco hacia la izquierda, el muchacho de corbata roja me tapa a los de atrás, los chicos adelante, agachados.

¿A qué hora calculás vos que me puedo ir sin que Marga se enoje?, preguntó Edith.

Conociéndola, dijo Fobono, vas a tener que quedarte hasta el amanecer. O resignarte a que te lo reclame de por vida.

Es verdad, dijo Edith y suspiró.

Abajo, Márgara tironeaba de la nena que le sostenía la cola del vestido y de tanto en tanto, con preocupación mal disimulada, se acomodaba la diadema. Una mujer alta y flaquísima, enfundada en un vestido amarillo, la besó en la mejilla y enseguida le limpió el cachete con una servilleta. Otra mujer, vestida de rosa, le susurró algo al oído y Márgara pareció emocionarse, la abrazó un rato largo y después con las manos se hizo viento sobre los ojos, para que las lágrimas se secaran sin alterarle el maquillaje.

¿Vos sabías que Marga tiene un tío vidente?, dijo Edith

Fobono se encogió de hombros.

¿Vidente? ¿De verdad?

Qué se yo, ella nunca quiere hablar de eso. Supongo que le da vergüenza. Vive en un pueblo, cerca de Villa María. Creo que tiene un programa de radio, o algo por el estilo.

Quién hubiera dicho, dijo Fobono. ¿Y es bueno?

Según Marga, predijo el nacimiento de un ternero de dos cabezas y el fin de la guerra del Golfo.

A la flauta. ¿Está acá?

Estaba invitado, Marga no quería que viniera pero la madre insistió, así que supongo que estará.

¿Cuál es?, dijo Fobono y se levantó de su silla y se acodó junto a Edith, en la baranda. Tenía olor a cigarrillos negros y a transpiración.

¿Fobo, cuánto hace que no te bañás?, le preguntó Edith.

Él se largó a reír.

Ahora se usa así, dijo. A las pendejas les gusta.

Sos un asco, le respondió Edith y se concentró en los invitados. Cuando el fotógrafo y los novios terminaron la ronda por las mesas, había reducido el número de posibles candidatos a sólo tres. Se los señaló a Fobono, desde la baranda.

Opción uno, dijo, el viejito con el clavel en el ojal sentado al frente del padre de Víctor. Opción dos, el señor de negro, en la mesa al lado del baño.

¿Cuál?, preguntó Fobono esforzando la mirada.

El de bigotes con forma de manubrio, fíjate que tiene un pisacorbatas plateado. Estuvo toda la noche con la mina esa de rojo, la que se parece a Mahatma Gandhi pero con vestido.

¿La pelada?

Esa.

Son lo Suarez Masacho, los del show de tango, dijo Fobono. Marga los contrató, bailan en un rato, acá me trajeron el casete para que lo ponga.

Descartada la opción dos, entonces, dijo Edith. Me queda la opción tres, el señor de traje marrón y solapas anchas, el de lentes, que está en la mesa abajo del otro aro.

Fobono tardó un rato en ubicarlo.

Es buena elección, dijo. Hace un rato lo vi hablando con la hermana de Marga y para las fotos lo llamaron y lo pusieron junto a la mesa principal.

Tiene que ser ese, vos mirame desde acá, dijo Edith. Le dio un último trago a su copa y bajó las escaleras levantándose el ruedo del vestido. En su mesa, el señor de traje marrón dibujaba ochos con una cucharita sobre los restos de helado sobre el plato.

Edith cruzó el salón corriendo, se sentó en la silla libre, a su lado y, sin saludarlo, le preguntó si él era el tío vidente.

¿Vos sos el tío vidente?, le dijo.

El señor de traje marrón levantó la vista, la miró con desinterés y, sin soltar la cuchara, hizo que no con la cabeza.

El vidente es mi cuñado, dijo y señaló a un gordo de barba canosa que un par de mesas más allá hablaba con otro hombre, fumaba y se reía. Junto a él, una mujer pequeña y muy maquillada se guardaba el centro de mesa en la cartera.

¿Cuál, el gordo barbudo?, preguntó Edith.

Sí, ese.

Nunca me lo hubiera imaginado, dijo Edith y desde allí le hizo señas a Fobono, en el balcón, para indicarle que se habían equivocado de tío. Después se sirvió otra copa de vino, se acomodó el escote y cruzó la pista esquivando un amontonamiento de chicos que jugaban a la mancha.

 

El tío vidente tenía los cuatro primeros botones de la camisa desabrochados y usaba tiradores. Hablaba y el humo de su cigarrillo se le escapaba por la comisura de la boca y le teñía la barba alrededor de los labios.

Edith se paró frente a él.

Disculpame, ¿vos sos el tío vidente?, le preguntó.

Él mismo, mucho gusto, dijo el tío vidente. ¿Qué necesitás?

Nada, dijo Edith. Quería conocerte, me daba curiosidad. Márgara siempre habla de vos, yo soy su mejor amiga.

Margarita hablando de mí, qué raro, dijo el tío vidente. Pero bueno, cosas más extrañas se han visto. En fin, acá estoy, ya me conocés, yo soy el tío de Márgara, dijo el tío vidente y se quedó callado.

Mientras hablaba, miró brevemente a Edith a los ojos, pero sólo un instante. El hombre con el que el tío vidente había estado conversando esperaba un paso más atrás. Fobono, desde arriba, hacía señas con los dos pulgares en alto. Edith bajó la vista. 

En realidad me gustaría charlar un rato con vos, dijo enrulándose el pelo con la mano. Estoy medio perdida, no sé qué hacer con mi vida y quería ver si me podías dar algunas pistas sobre mi futuro. Te voy a pagar, claro.

El tío vidente se largó a reír. Se reía con toda la panza y como si tuviera un ataque de asma. Sobre el pelo de su pecho, gris y abundante, titilaban mil gotitas de sudor.

No funciona así, dijo mientras buscaba un pañuelo en el bolsillo y se secaba la frente y el cuello. Esto no es una cosa con bola de cristal ni nada por el estilo.

¿Entonces cómo funciona?, preguntó Edith.

De vez en cuando tengo visiones, pero no es nada que pueda prever y mucho menos puedo decidir sobre qué. Por más que quisiera tener una visión con vos, yo no controlo esas cosas, está más allá de mis posibilidades. Así que ha sido un gusto, pero lamento no ser de ayuda, dijo el tío vidente y se dio vuelta y volvió a hablar con el otro hombre.

Edith se alejó. Fobono, en el balcón, le hacía burla y se reía a las carcajadas, así que Edith evitó volver a subir y regresó a su mesa. Se sentó con las compañeras del secundario de Márgara y habló con ellas y hasta hizo de cuenta que le interesaba lo que decían. Después, cuando las parejas salieron a bailar, se quedó cuidando los chicos que se habían dormido sobre las sillas. A la madrugada, ayudó a Márgara a cambiarse para el viaje de bodas y salió con el resto a despedir a los novios en la vereda. Más tarde, mientras se iba, vio al tío vidente acomodando algo en el baúl de un Valiant rojo estacionado a mitad de cuadra. Pasó a su lado pero no lo saludó. La mujer que se había robado el centro de mesa esperaba en el asiento del acompañante, sentada con la espalda bien derecha y las manos cruzadas sobre la falda. Dos nenes dormían en el asiento de atrás.

 

Edith se olvidó del asunto hasta que, un mes y medio más tarde, una mañana en que se le hacía tarde y la enfermera de su padre no llegaba, sonó el teléfono. Era el tío vidente.

Márgara me pasó tu número, le explicó. En realidad, se lo pedí yo.

Está bien, dijo Edith. ¿Qué pasa?, ahora justo estoy apurada.

Tuve una visión donde aparecías vos, le dijo entonces el tío vidente. Detrás de su voz, en la línea del teléfono, se escuchaba a los hijos del tío vidente gritar lejos. Edith se los imaginó peleando en el patio de una casa con limonero y gallinas.

Me habrá quedado tu pregunta en el subconsciente y por eso afloró, dijo el tío vidente. Nunca me había pasado una cosa así.

Edith no supo qué contestar. Había atendido el teléfono de pie junto a la cocina, con los ojos fijos en la pava, esperando que hirviera para prepararle un te a su papá. Apagó la hornalla y se sentó.

¿Qué pasaba en la visión?, preguntó.

Estabas vestida de blanco y había viento, mucho viento, dijo el tío vidente. Vos te subías a un árbol grande, una especie de sauce y el viento movía las hojas. También había un molino y brotaba agua. Un hombre corría desnudo alrededor del árbol. Vos te caías. La visión se terminó antes de que golpearas la tierra.

¿Cómo era el hombre?, preguntó Edith.

Morocho, de piel blanca. Un tipo más o menos de tu edad.

Roberto, pensó Edith, pero no lo dijo.

¿Tenía un lunar en la espalda?, preguntó. 

Si tenía, no se lo vi, respondió el tío vidente.

Edith prendió un cigarrillo.

¿Y qué significa esa visión?, dijo.

No lo sé. Se me ocurrió que tenía que contártelo y que vos le encontrarías la clave. Para eso te llamé. ¿No te sugiere nada?

La última vez que me subí a un árbol era una nena, dijo Edith.

A lo mejor es cuestión de tiempo. Si se te ocurre algo, avisame, dijo el tío vidente y le pasó su número de teléfono.

Roberto, dijo Edith para sí, cuando el tío vidente ya había cortado. Cuánto hace que no sé nada de él.

 

Ese día, en la oficina, Edith no pensó en otra cosa que no fuera la visión: el viento, el árbol, la caída, el molino, el agua, Roberto desnudo, corriendo alrededor. No le encontraba ningún significado, pero tampoco podía sacarla de su cabeza. El domingo fue a visitar a Márgara y a conocer su nueva casa. La siguió por el pasillo mientras Márgara le mostrara las habitaciones, el televisor, los cerámicos que habían elegido para el baño y el lugar donde, más adelante, estaría la escalera hacia el cuarto del bebé y la planta alta que todavía no habían construido. Después,  mientras charlaban en el patio, a la orilla de la pileta, Márgara le preguntó si su tío se había comunicado con ella.

¿Qué quería?, le preguntó Márgara. Me pidió tu número, me explicó que necesitaba hablar con vos.

Edith se encogió de hombros.

Ni idea, dijo. A mí no me llamó.

 

Durante la semana que siguió, el tío vidente telefoneó tres veces más, siempre a la mañana, siempre justo antes de que Edith saliera hacia la oficina. Las visiones habían vuelto. El martes, Edith se le apareció convertida en una estatua de mármol y sumergida en las profundidades del mar, algas oscuras le amordazaban la boca. El jueves, Edith desnuda y sobre la nieve, abrazada a un animal que comía de su vientre, tal vez un lobo, cubierto de sangre. El viernes, Edith en un jardín, junto a un manantial, sus dedos tocaban el agua y de ellos brotaban largas raíces oscuras que subían hasta su cuello y la asfixiaban.

Necesito verte, dijo el tío vidente. Necesito verte pronto. Me están volviendo loco, si estoy con vos las voy a entender, dijo el tío vidente.

¿El hombre desnudo no volvió a aparecer?, preguntó Edith.

Ni una sola vez, dijo el tío vidente. Estás siempre sola.

Edith se largó a llorar.

No me llamés más, dijo y cortó.

 

Dos días después, de madrugada, el teléfono volvió a sonar. El tío vidente había tenido otra visión. Esperaba con el motor del auto encendido y una muda de ropa en un bolso de cuero.

Pasame tu dirección, le dijo. En cinco horas estoy allá.

Dejame en paz, le respondió Edith.

Es importante que te vea. Pasame tu dirección o se la pido a Márgara, dijo el tío vidente.

En mi casa no se puede, dijo Edith. Encontrémonos en un bar. 

Tiene que ser en un lugar privado y seguro. Tenemos que estar vos y yo solos, sin nadie que nos interrumpa, dijo el tío vidente.

No sé, hacé lo que quieras, a mi casa ni si te ocurra venir, dijo Edith y cortó. Apagó el velador, intentó volver a dormir pero no pudo. El árbol y las algas y Roberto y el lobo y las raíces que brotaban de sus manos. No quería pensar en eso. Las sábanas la sofocaban. Se levantó y fue a la cocina y se preparó una taza de café y se quedó mirando los azulejos. Su camisón, húmedo de sudor, se enfrió en el aire de la cocina y un espasmo le recorrió la piel.

Me tengo que ir. Me voy a ir a un lugar donde nunca más me encuentre, pensó.

Su padre la llamó desde la cama. Afuera todavía estaba oscuro, pero él siempre se despertaba muy temprano. Edith le preparó el desayuno y se lo llevó.

¿Quién era anoche al teléfono, a la madrugada?, preguntó el padre. 

Número equivocado, dijo Edith. 

 

El tío vidente le habló desde una estación de servicio, al costado de la ruta. Había tenido otra visión mientras manejaba. Edith se le había aparecido en el asiento del conductor, pálida y cubriéndose el pecho con una bolsa de consorcio.

El tío vidente le preguntó a Edith si estaba bien, si sentía algo raro.

Estoy bien, dijo Edith.

¿Estás sola? ¿Las puertas están con llave?, preguntó.

Estoy con mi papá, dijo Edith. Todo está bien, dijo Edith y miró por la ventana. Amanecía. Los edificios se recortaban como moles negras y rectangulares sobre el cielo de un naranja violento. Hacía frío. Empezaban a llegar los ruidos de la avenida. 

Al tío vidente le faltaban dos horas más de viaje. Le pidió a Edith que le reservara una habitación en algún hotel donde pudiera darse un baño y dormir la siesta. Edith no conocía ningún hotel barato.

Cualquiera, dijo el tío vidente. El que a vos te parezca.

Al final, Edith le indicó cómo llegar a uno cerca del aeropuerto. Era el hotel donde a veces la había llevado Roberto cuando decía que estaba de viaje de negocios.

¿Cuánto sale?, preguntó el tío vidente. 

Edith dijo que no era un hotel caro.

No sé si me va a alcanzar la plata, salí apurado, dijo el tío vidente.

Edith no dijo nada. Después, cuando se hizo la hora, pidió un taxi, se repasó el maquillaje frente al espejo del baño y controló su peinado.

Estoy bien, estoy perfecta, se convenció a sí misma antes de salir. Esto no es nada, va a ser una buena anécdota, Fobono se va a reír como loco cuando se lo cuente.

 

El tío vidente la esperaba en los sillones del hall, frente a la recepción. Ni bien Edith se bajó del taxi la tomó del brazo y la arrastró hacia el interior del hotel. Subieron en el ascensor sin decir una palabra. El tío vidente le cedió el paso y dejó que Edith entrara primera en la habitación. El empapelado era el mismo que cinco años atrás, que treinta años atrás: grandes flores naranja sobre un fondo amarillo. Una habitación pequeña, recalentada, una heladerita disfrazada de mesa de luz, el televisor colgando de un brazo de hierro, un ventana desde la que se podía ver la parte de atrás de una fábrica de barnices y pinturas y el sonido de los aviones haciendo temblar los vidrios tres o cuatro veces por día.

El tío vidente le señaló la cama.

Sentate, ponete cómoda, le pidió. Dame un minuto que voy al baño.

Edith se recostó y escuchó el agua correr y al tío vidente murmurar algo del otro lado de la puerta. El tío vidente salió del baño con una toalla blanca en las manos. Se secó la cara, la nuca, las orejas.

Ahora sí, dijo el tío vidente. Necesitaba refrescarme. Estoy sin dormir. Las visiones no paraban.

¿Alguna vez te pasó algo así?, le preguntó Edith.

Nunca, dijo el tío vidente.

Tengo miedo, dijo Edith.

Te entiendo, dijo el tío vidente y se sentó en el borde de la cama, los hombros caídos, la espalda encorvada. Edith se incorporó.

Quedate, no me molesta, dijo el tío vidente.

¿Qué es lo que viste? ¿Me voy a morir?, preguntó Edith. Sonreía, como disculpándose.

No sé, dijo el tío vidente.

Sería un pecado que te pasara algo, dijo. Sos tan linda. Sos más linda personalmente que en las visiones, dijo.

Gracias, dijo Edith y bajó la vista.

El tío vidente entrelazó las manos sobre su regazo y cerró los ojos. Se quedó muy quieto, allí, en la habitación de hotel. La respiración pesada, un silbido continuo que se intensificaba cada vez que el aire salía de su nariz. La barba húmeda, temblando.

¿Para esto me hiciste venir?, dijo Edith después de un rato.

Shhh, dijo el tío vidente y volvió a cerrar los ojos. 

Calláte, por favor, dijo el tío vidente.

Edith se levantó de la cama y buscó una botellita de whisky en el minibar. Se la sirvió en un vaso de papel.

¿Estás teniendo una ahora mismo? ¿Qué ves?, preguntó.

Hubo una explosión, dijo el tío vidente. Astillas por todos lados. Astillas mortales, como jabalinas. Hay un incendio. El fuego te consume. Sale humo. Mucho. Se te quema la carne. No querés escaparte. La piel se te pone negra, como el papel que arde y se quiebra. Se te ve la carne.

Edith terminó el whisky de un solo trago.

Basta, dijo. Me voy. No quiero saber más nada. 

El tío vidente abrió los ojos muy grandes y se quedó mirándola.

Vos no entendés, dijo. No podés irte.

¿Por qué?

Porque no, dijo el tío vidente y volvió a cerrar los ojos. 

Edith protestó con un bufido y buscó el control remoto, para prender el televisor. Justo entonces oyeron ruidos afuera, gritos, un tropel de gente que corría. La explosión llegó casi enseguida y les destrozó los tímpanos. Se rompieron los vidrios y una viga de madera entró volando por la ventana y aterrizó sobre la cama. Edith gritó, asustada.

Está empezando, dijo el tío vidente.

De la fábrica de pintura brotaba una gran llamarada que se expandía rápido en el aire. Un viento cargado de éter y aguarrás ardiendo les golpeó las pupilas. Flameó hasta consumir las cortinas, la barba del tío vidente, el cubrecama, las flores sobre la pared.

Ya está acá, dijo el tío vidente, de pie, con los ojos cerrados y el fuego a su alrededor.

Edith gritaba y golpeaba la puerta, que estaba cerrada con llave.

¡Auxilio! ¡Ayuda! ¡Socorro!, decía.

El fuego envolvía al tío vidente. Se quemaba muy quieto, erguido y con los brazos al costado del cuerpo.

Edith volvió a aporrear la puerta, hasta que sintió que alguien, del otro lado, le pedía que se calmara.

Hágase a un lado, la voy a abrir, le dijeron y Edith se apoyó contra la pared. La habitación era una sola nube de gas traslúcido pero en llamas. Los bordes de las cosas se volvían oscuros y se derretían.

Ahí voy, gritaron en el pasillo y alguien, del otro lado, golpeó la puerta, hasta partirla. El tío vidente abrió los ojos. Su cabeza era una hoguera negra, la barba y el pelo reemplazados con fuego. Abrió la boca, intentó gritar y quiso abalanzarse sobre Edith, para retenerla, pero se le aflojaron las piernas y cayó de rodillas sobre la alfombra, en medio del incendio.

Edith se quedó mirándolo, horrorizada, hasta que alguien la tomó de un brazo y la arrastró fuera de la habitación. Una gran nube de humo negro bullía en el pasillo, contra el techo. Edith vio gente en cuclillas, tenían los ojos rojos y se tapaban la boca con toallas mojadas. Sin soltarla, el hombre que la había rescatado corrió hacia las escaleras. Bajaron a los salto y cuando llegaron a la recepción se encontraron con un gran hueco que se abría al cielo azul del día. Toda un ala del hotel había desaparecido.

Fue un avión, balbuceaba una mujer herida mientras caminaba por sobre los escombros. Se nos cayó un avión encima, decía.

Fue la fábrica, explotó la fábrica, dijo el hombre, todavía sosteniendo a Edith por el brazo. Tenía puesto un uniforme azul, tal vez fuera el conserje, o uno de los recepcionistas.

Afuera, váyase afuera, le gritó a Edith y la empujó por el hueco en la pared, hacia el jardín. Después volvió a internarse en la humareda.

Edith saltó por encima de los cascotes y las montañas de mampostería y corrió atravesando el césped y la playa de estacionamiento. A lo lejos se escuchaba un avanzar de sirenas y detrás, en el hotel, más explosiones y el calor del fuego.

Edith siguió corriendo.

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