Antonio Ortuño

El jardín japonés

Antonio Ortuño

El jardín japonés

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Para L.K.

 

A los nueve años, mi padre me rentaba una puta. Una puta, lógicamente, de nueve años. He olvidado la ropa, los juguetes, la comida, todo lo que era mi vida a los nueve años, pero no he olvidado a la puta.

Fabiana no se acostaba conmigo. O, mejor dicho, se acostaba conmigo y nada más. Mi padre insistía en que durmiéramos juntos y se aseguraba de que nos abrazáramos bajo las cobijas de la cama. Nunca probamos a desnudarnos —cómo me angustiaba a los catorce años, al recordar a Fabiana y mi indiferencia hacia ella—, y apenas si alguna noche nos atrevimos a juntar los labios en algo que sería generoso calificar como beso.

Fabiana llegaba a la casa los viernes, a la hora de la cena, con una mochila de ropa en el hombro y una película en la mano. Pasábamos el fin de semana en mi casa y dormíamos y nos bañábamos en la alberca, pero nunca fuimos juntos a la ducha —cómo lo recordaba, torturándome, a los catorce, al acariciar cada gota de las paredes de la ducha donde nunca estuve con ella.

Mi padre decía que yo no tenía suficientes amigos y se afanaba por reunirme con Fabiana. Yo, de hecho, tenía amigos, pero mi padre no terminaba de resignarse a que jugara con los hijos de la servidumbre y jamás hubiera permitido que durmiera con uno de ellos. “No quiero, Jacobo, que te pienses que la servidumbre juega contigo por amistad”, me decía. “Juegan contigo porque les pago”.

Supe que Fabiana era una puta por boca de un compañero de la escuela. Mauricio había orinado las camas a lo largo de sus nueve años, había mojado camas de primos y hermanos, de hospitales, de terapeutas y de amigos, de hoteles en Mónaco lo mismo que en Tlaxcala. Así que sus padres decidieron probar con Fabiana: los movía la esperanza de que su hijo, atemorizado por una presencia extraña en la cama, se contuviera. No fue así, al menos de inicio. Durante sus primeras noches juntos, Fabiana se encargaba de despertarlo al sentirse inundada, y lo ayudaba a cambiar las sábanas. Nunca salió de su boca un reproche o una queja. Quizá por ello, a la vuelta de unos meses Mauricio dejó de orinarse. “Fabiana tiene algo que ayuda a la gente”, decía mi amigo. “Por eso mis padres la rentaron para mí”. Mauricio le había preguntado a un primo adolescente cómo podría llamarse a una mujer que se renta para ayudar. El primo lo pensó un momento, e incluso consultó un diccionario. “Una puta”, concluyó. Así que Fabiana era una puta.

Ahora bien, si mi padre había requerido los servicios de Fabiana, era porque pensaba que yo padecía algún mal tan serio, al menos, como la incontinencia de Mauricio. Que yo tuviera o no amigos no podía ser el asunto que lo preocupaba: incluso él debía aceptar que pasarse la tarde jugando al futbol con los hijos de la servidumbre hacía de mí un niño normal. Aunque tuviera que pagar por ello. ¿Cuál sería, entonces, el problema que se esperaba que Fabiana remediara?

Antes de que pudiera resolver el enigma, o antes de que el influjo benéfico de Fabiana hiciera inútil la resolución, mi padre sufrió un ataque y murió. “No dejes de traerle a la niña”, alcanzó a decirle a mi tío antes de expirar. Mi tío, en cierta medida, fue ejemplar. Custodió con honradez mi herencia, y se encargó de aumentar mi robusto patrimonio con inversiones prudentes y certeras. Cuando estuve en edad de administrarlo, era claro que jamás tendría que estudiar ninguna carrera productiva o rebajarme a buscar un empleo. Sin embargo, al asumir mi tutela, mi tío decidió que el hecho de que yo durmiera con una niña —y más todavía, una niña rentada— resultaba inadmisible. Así que Fabiana dejó de ir a la casa. A veces la veía en los jardines comunes del fraccionamiento —su casa estaba a unos metros de la mía—, acompañando siempre a algún niño con pinta de muestrario de taras psiquiátricas. Cuando nuestras miradas se cruzaban, Fabiana sonreía. Probablemente, estaba insatisfecha por no haber tenido suficiente tiempo para acabar con mi problema, cualquiera que fuese.

Un par de años después, la familia de Fabiana vendió la casa y los muebles y desapareció. El ama de llaves comentó que el padre de la niña debía haber cometido algún delito, porque unos agentes policiacos llegaron al fraccionamiento después de la arrebatada mudanza para hacer preguntas sobre ellos.

De Fabiana sólo conservé una lapicera de colorines que había olvidado en mi recámara en nuestra última noche juntos. Durante años, fantaseé con la idea de buscarla, y caminar hasta ella y apartarla un momento del paranoico o hiperactivo o esquizoide en turno y decirle: “Esta es tu lapicera”. A los catorce años, mi fantasía incluía un largo beso de reconciliación.

Cuando fui mayor de edad y la custodia de mi tío llegó a su fin, contraté un detective para que localizara a Fabiana. El detective era un ex policía grasiento, que había sido guardaespaldas del padre de Mauricio. Administró con talento mi esperanza y desesperación: a lo largo de tres años, me hizo creer que se aproximaba cada día más a Fabiana, y que ésta, convertida en alguna suerte de astuta y elusiva espía, lograba escapar en el último momento. Un día contraté a otro detective —un tal Santa Marina, a quien elegí al azar en la guía telefónica—, para apalear al primero. Se metió a su oficina una noche y le pegó tanto que le provocó un derrame cerebral. Santa Marina trajo el archivo correspondiente a Fabiana que el primer detective había compilado, unos pocos apuntes sobre la desaparición de la familia —asunto que yo conocía mejor que él— y una tarjeta de presentación en la que se leía: “Revista Caras. Fabiana Urrutia, colaboradora”. La tarjeta era lo suficientemente lustrosa para permitirme albergar esperanzas de que esa dirección y ese teléfono fueran los adecuados.

Pasé unos días decidiéndome a marcar el número de la tarjeta. Temblaba durante el día y me estremecía durante la noche. Soñaba con la escena de la entrega de la lapicera y la modificaba en decenas de variantes épicas, sexuales o sentimentales. Santa Marina se tomó la libertad de investigar a la familia de Fabiana y me trajo un informe: sus padres habían muerto por inhalación de gas, poco después de que se supiera que habían sido demandados por una pareja extranjera que reclamaba haberles hecho un fuerte préstamo. “Iban a abrir una clínica. Pero el dinero fue retirado del banco y la familia escapó”. Las muertes se habían producido meses después de la mudanza del fraccionamiento.

Esa noche cené con mi tío en su estudio y le referí el asunto. “Eran una pareja peculiar”, dijo con su acostumbrada voz cascada. “Rentaban a la hija para que hiciera cosas raras con los enfermos. Tú quizá no lo recordarás, pero durante un tiempo tu padre la rentó y ella iba a tu casa todos los viernes”.

“Así que mi padre pensaba que yo tenía alguna enfermedad”.

Mi tío me miró sin alarma.

“No: sólo pensaba que te hacían falta amigos”.

Le pedí a Santa Marina que la llamara por mí. A su lado, yo trataba de adivinar la voz de Fabiana en la bocina. Caras era una revista de sociales y Santa Marina, presentándose como mi secretario, la invitó a conocer el nuevo jardín japonés de mi casa, para hacer unas fotografías “y quizá platicar con el licenciado”. Mi casa no tenía un jardín japonés. Yo no tenía un título de licenciado.

Perdimos la tarde en buscar plantas y bambúes, y terminamos por comprar unos quimonos para la servidumbre. Un poco avergonzado, Santa Marina improvisó un hipotético compromiso y se abstuvo de asistir a la entrevista. “Trataré de llegar después, y la seguiré al irse”, prometió.

Fabiana estaba bellísima, mucho más de lo que aparecía en mis nostalgias de ducha y fantasías de lapicera. La vi detrás de la cortina del estudio, mientras el ama de llaves —incómoda y restirada dentro de su quimono—, la invitaba a pasar.

“El licenciado la recibirá en su estudio cuando usted termine de retratar el jardín”, le dijo la mujer, según lo convenido. Fabiana dio una mirada al remedo oriental —que había quedado espantoso, pese a los afanes de Santa Marina por darle alguna estética—, y emprendió el camino al estudio. Respiré profundamente y bajé a su encuentro, aferrando la lapicera en la mano como un crucifijo.

“Fabiana”.

“Jacobo. Esa es mi lapicera”.

No pude negarlo. Se la acerqué con un murmullo. Las palabras de la fantasía se atoraban entre mis dientes.

“Esta es tu lapicera”.

“Jacobo. Estás muy cambiado”.

“Esta es tu lapicera y…”.

“Siempre quise saber qué había sido de ti”.

“Esta es tu lapicera y…”.

“Jacobo”.

Su boca era húmeda como las paredes de la ducha.

Por mi mente pasó la imagen de mi padre, espiándonos como solía espiarnos bajo la manta para asegurarse de que estuviéramos abrazados. Fabiana me cobró un precio verdaderamente bajo, de amigos.

Por la mañana, mandé que Santa Marina desmontara el jardín japonés. Parecía irritado. Me dijo que el primer detective usó mi dinero en pagarse decenas de noches con Fabiana. “Si mi dinero acabó en sus manos, estuvo bien empleado”, argüí. “¿Y qué más puedo hacerle al tipo, si ya usted lo dejó en estado vegetal?”.

Le ofrecí un sueldo fijo para que siguiera a Fabiana y me informara de sus actividades. Se rehusó pero recomendó a un colega competente. Nos estrechamos las manos como generales victoriosos y él emprendió el camino a la puerta, cargado de macetas y bambúes.

Yo subí al estudio y me senté a esperar la llegada del viernes. 

 


 

*Este cuento fue publicado en: El jardín Japonés, Páginas de Espuma, 2007.

© Antonio Ortuño, 2007

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