Jorge Volpi

Maestoso

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“Voulez-vous le récit de ces folles amours?” (Offenbach, Les Contes de Hoffmann)

 

Los aplausos frenéticos apenas la conmovían, los ¡brava! que repetía una y otra vez el público puesto de pie frente al escenario –rostros que nunca alcanzaría a distinguir bajo el calor de los reflectores– llegaban a sus oídos como densos murmullos, zumbidos que debía soportar más que agradecer. Aquellas voces, aquellos ecos que en otro tiempo, cuando era más joven, hacían que la sangre se le agolpara en el pecho y en las mejillas, que le hacían temblar, que casi disfrutaba tanto como las obras ejecutadas, ahora no le producían el menor efecto; por el contrario, la molestaban, interrumpían el precioso silencio, esa única actitud, esa única prenda que debe pagarse, al final de un concierto, por la música recibida. Pero no fue consciente del desánimo hasta que notó sus pómulos secos, su cuerpo relajado, el coraje que sentía al sonreír e inclinarse. Odió las flores que una niña invisible colocó junto a su arpa y le dolió instantáneamente ese odio. ¿Qué le pasaba? ¿Se habría acostumbrado al éxito? Le aterró la idea de haber perdido la capacidad de emocionarse. ¿Qué sería de ella, artista al fin, si ni siquiera el entusiasmo de sus seguidores lograba estremecerla? Las lágrimas rodaron por su rostro empapado por el sudor, pero en esta ocasión no fueron de alegría contenida, sino de pena y de vergüenza.

Al observar su llanto, la gente aplaudió con mayor decisión, aumentando su tristeza. Pacientemente debió soportar las cuatro llamadas a escena, las tres primeras en compañía del director, la última sola, abandonada a su suerte entre la doble admiración de la orquesta y del público. Los gritos no cesaban: otra, otra, se oía junto con rítmicas palmadas. Ella se resistió, agradeciendo innumerables veces con una reverencia, pidiendo misericordia. No es que detestara tocar de nuevo, simplemente no podía hacerlo; siempre solía otorgar dos, tres e incluso cuatro encores, pero en este momento se sentía incapacitada para la música. Recorrió el proscenio hacia la salida de artistas y sollozando le suplicó al director que hiciera salir a la orquesta. Un silbido lejano concluyó el concierto de esa noche mientras ella se refugiaba en su camerino sentada frente a un espejo.

Estaba convencida: había ejecutado a Reinecke como nunca antes, sus manos fueron dos aves que hacían el amor a través de las cuerdas del instrumento, revoloteando y danzando en el aire, rozándose apenas, encantadas en los extremos opuestos de la jaula que las separaba. ¿Qué había sucedido entonces? En tanto se escuchaba, había sentido que todo el conocimiento y la pasión acumuladas en su carrera habían sido expresadas con la claridad del fuego en cada uno de los movimientos. A un allegro moderato que contenía las risas del amante pero asimismo sus dudas y desvelos le siguió un adagio de rupturas, frustraciones y olvido. Y, luego, el scherzo… Un scherzo como jamás lo había imaginado, semejante a una broma de mal gusto, lleno de oscuras carcajadas, de impotencia y de locura. Una verdadera creación: no era concebible que nada de esto le interesara ya. No, su insatisfacción, necia y obsesiva, le decía que algo había fallado. Era la única explicación convincente: su desagrado probaba por sí mismo sus errores.

No podía sentirse peor que allí, frente a ese espejo bordeado de luces, contemplando los ríos negruzcos que habían escapado de sus ojos. Era terrible. Como ninguna otra cosa, desde pequeña había deseado dedicarse a la música –chelista o cantante, violinista o flautista, le hubiese dado igual–, y ser la mejor ejecutante de su instrumento. En realidad no recordaba los sonidos del arpa con que había sido arrullada al nacer, según le contaban sus padres, pero desde que a los diez años reencontró sus notas quedó prendada de su sonoridad para siempre. Adiós amigos, fiestas, juguetes y caricias; adiós también a las veleidades del amor adolescente: a partir de entonces, todo su tiempo estuvo consagrado a sus estudios en el Conservatorio. Pasaba más horas en el salón de arpa –echando a sus escasas competidoras– que en su propia habitación o en las aulas del colegio. Durante nueve años, de los once a los veinte, su rutina fue la misma: se levantaba muy temprano, asistía por obligación a la secundaria o a la preparatoria y de ahí se marchaba directamente a la escuela de música. Junto al arpa, entre corcheas y redondas, comía cualquier cosa y no regresaba a su casa antes de las diez de la noche, y solo para soñar con su futura vida de concertista. A las burlas o los consejos de sus compañeras animándola a llevar una vida más normal ella replicaba enumerando los méritos del sacrificio en aras de un porvenir de fama y reconocimiento: su tesón, maestría y soledad merecerían, por quién sabe qué justicia divina, la mayor de las felicidades; el día que alcanzara el éxito sería envidiada en vez de compadecida.

Sin embargo, ahora se daba cuenta que ese día había llegado, y de que ninguna mágica felicidad la asaltaba. Sin duda era admirada en todo el orbe, se había presentado en infinidad de ciudades con las orquestas más importantes de Europa y América –recordaba con especial fuerza unas inolvidables veladas en Munich con Celibidache, en Ámsterdam con Haitink y en Londres con Marriner– y como solista había recibido las mejores críticas por sus recitales, pero eso ya no le bastaba, había vuelto al principio y necesitaba comenzar de nuevo. Solo entonces comprendió lo que sucedía: llegado a cierto nivel técnico e interpretativo, es imprescindible comenzar otra vez, como si el pasado no existiera, para recuperar el fulgor de lo nuevo, evitar lastres y errores y entregarse por completo a la música. Tenía que dejar todo lo que le quedaba del mundo: sus escasas amistades, su familia e incluso la fama que tanto había anhelado. Solo así podría alcanzar la perfección. Al fin comprendió que se había equivocado, que en algún momento de su carrera se dejó atrapar por la corriente del exterior, descuidando su verdadera vocación. A los veintidós años se enamoró –nadie puede permanecer solo para siempre, pensó–, se casó a los veintitrés y dos años más tarde volvió a depender de sí misma. Un lustro desperdiciado en angustias, reconciliaciones, destierros. ¿Cómo hubiera podido hacerle entender a él que para ella lo más importante era la música y que, si la amaba, debía aceptar esta preferencia por encima de su amor? Imposible. Antes de marcharse, después de insultarla y de decirle que estaba enferma y obsesionada, él todavía alcanzó a escuchar las febriles notas de Mozart que ella desgañitaba entre lágrimas en la otra habitación. Cuando él se fue, ella ni siquiera se levantó del arpa; siguió tocando, desesperada, hasta que oyó cómo se cerraba la puerta. El dolor fue más intenso de lo que ella suponía; cada vez que se ponía a tocar recordaba sus caricias y, en las cuerdas, sus dedos buscaban el contacto con su piel. Aunque nunca se lo confesó, sufrió mucho para olvidarlo: en sus mejores interpretaciones no dejaba de llorar por él, introduciéndolo entre los sonidos y los silencios. Cuántos fantasmas se le presentaban ahora que había decidido renunciar a todo, incluso a su pasado, para conseguir su meta y justificar su vida. Por lo pronto no volvería a tocar en público hasta ser no una de las mejores, sino la mejor arpista de la historia, hasta transfigurar su carne en música por medio del arpa. El reloj del camerino marcaba las tres de la madrugada. Se cambió de ropa y dejó que el largo cabello flotara sobre sus hombros. Salió a la calle. Una luna amarillenta se reflejaba en el mar de sus ojos.

El día siguiente fue de preparación. Se levantó más tarde de lo habitual –quizás adivinaba que su sueño no volvería a ser largo–, se dio una ducha y se dirigió de inmediato a su pequeño estudio. Entre libros, partituras, discos y programas reposaba el silencioso instrumento cubierto por un paño verde. Se quedó un rato admirándolo, sin descubrirlo, como si primero quisiese adivinar sus formas. Líneas intermitentes de luz alfombraban la habitación provenientes de una tímida persiana. Se veían flotar los copos de polvo bajo el calor del mediodía. Tras unos segundos de expectación, corrió al teléfono, llamó a su agente y, sin dar los motivos, canceló todas sus presentaciones, incluida la grabación del concierto de Händel con Harnoncourt y el Concentus Musicus de Viena. Luego, comenzó a vaciar el estudio hasta dejarlo completamente desnudo.

Solo quedó el arpa envuelta en rayos de sol.

Ella se le acercó y con extrema cautela le arrebató la funda, deslizándola hasta la base. La columna labrada y recamada en oro, llena de filigranas y remates, flores y listones, parecía un mástil clavado en el suelo, como si los restos de un impresionante navío se hubieran incrustado en el miserable aposento. La rodeó varias veces, observando con cuidado cada detalle, primero las cuerdas, luego la madera y los pedales, buscando memorizarla antes de palparla. Quería halagarla y seducirla. Dócil, ella limpió y lustró sus bordes, comprobó el funcionamiento del mecanismo y revisó la afinación varias veces hasta quedar satisfecha. Imperceptible, la noche se dejó caer sobra ambas. Al fin descansó un poco. Antes de irse a dormir desconectó el timbre de la puerta y desenchufó el teléfono: necesitaba evitar cualquier distracción exterior.

Así se inició su reclusión, su aprendizaje, su camino. A las siete de la mañana se sentó frente al instrumento con el semblante claro y sereno y el cuerpo listo para entregarse a las fatigas del arte. Comenzó explorando las posibilidades sonoras del arpa, sus infinitas variantes y sutilezas, sus combinaciones, trucos y misterios. Conforme avanzaba, descubría océanos desconocidos; los túneles que hallaba la conducían a nuevos abismos, vacíos que quedaban frente a ella, inmensurables. Sudaba y sufría entreviendo el futuro. Lágrimas de rabia llegaban a sus labios mientras sus extremidades lidiaban con el caos de la música. ¿Hasta dónde puede conocerse un instrumento?, se atormentaba, solo para responderse: hasta donde se puede conocer a otra persona. Sus diminutos aciertos le proporcionaban un enorme placer, pero no se comparaban con la desilusión de sus prolongadas derrotas. No obstante, estaba decidida a vencer. Continuó rasgando las cuerdas hasta caer exhausta con las manos entreveradas en la encordadura, como si quisiera sostenerse de ellas para no despeñarse en la insania.

Dispuesta a que nada la perturbara, al despertar detuvo todos los relojes y cubrió todas las ventanas con pesados cortinajes, de modo que no le fuera posible saber la hora que era: debía permanecer todo el tiempo bajo el turbio consuelo de la luz eléctrica. Anhelaba que su cuerpo también detuviese su ritmo y sus necesidades. Así, en periodos alternados dormía o se alimentaba con lo primero que descubría en una cocina cada vez más hueca. Pronto perdió el control del tiempo; no sabía cuántas semanas llevaba metida en esa habitación acariciando a su amada, cumpliendo sus caprichos, introduciéndola en su ritual erótico. Casi sin pensarlo se desnudó completamente: hasta la ropa era una traba en su unión con el arte. Se sentó y miró el arpa, extasiada, segura de que no tardaría en cumplir sus deseos. Su piel se confundía con los oscuros tonos de la madera, solo el color de su boca y sus ojos resaltaban en aquel paisaje de ocres, sepias y rosas. Abrió las piernas y recibió el arpa con las rodillas. Los pies descalzos se posaron sobre la frialdad de los pedales y los dedos llagados acariciaron una vez más las cuerdas. Mozart, Händel, Rodrigo, Boildieu, Bach, Debussy, Gossec sucedieron ininterrumpidos para luego intercambiar movimientos y compases, mezclarse y confundirse en una gigantesca masa sonora. La composición parecía crecer al infinito, engullirlo todo, abarcar cuanta música había sido escrita hasta el momento. Era como un hoyo negro en el que iban a parar desde los ruidos más extravagantes, desde las melodías más simples, hasta las más escabrosas y bizarras armonías. La música cabía en esa arpa y en ese cuerpo desnudo que ahora formaban una sola materia, un único espíritu. La voz humana no tardó en incorporarse a la bacanal: gritos de dolor y placer, de fatiga y consunción, felicidad y angustia contrapunteaban los ricos cromatismos del arpa. En medio de la vorágine, un espeso líquido, ardiente como lava, empezó a deslizarse por las cuerdas, goteando hasta los pedales y salpicando la piel húmeda y tensa de la mujer. Tampoco el dolor la hizo detenerse: al contrario, con mayor brío –y a un tiempo, de manera increíble, con mayor suavidad– prosiguió su acumulación de sonidos. El arpa ya no le permitía detenerse, debía tocar, tocar, tocar hasta el desfallecimiento, hasta la perfección. Las heridas en piernas y brazos se hacían más profundas, pero no le importaba, nada importaba excepto la música. De pronto, cuando ya no podía resistir, cuando el miedo había sobrepasado lo concebible, supo que estaba a punto de lograrlo, que ahí, un poco más adelante, frente a ella, se hallaba la meta que siempre había perseguido. Había triunfado. Entonces se hizo el silencio, el más frío y absoluto silencio. Esa única prenda con que se debe pagar la música recibida.

 

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